domingo, 9 de octubre de 2022

                                        Domenico Almonte, el heladero del cine

Aníbal Palacios B.

          A mediados de los años cincuenta y principios de los sesenta era común ver mujeres por las calles de Guatire, sábados y domingos, con un azafate sobre su cabeza vendiendo majaretes, conservas de coco y melcochas. Para un niño se trataba de una imagen que llamativa porque el azafate en cuestión no se sostenía con las manos sino que iba en perfecto equilibrio sobre un rollete de tela en una especie de malabarismo ambulante.

Pero repentinamente irrumpió en la escena un personaje de baja estatura, afable carácter y expresiva sonrisa empujando un carrito de helados muy distintos a los raspados que vendía Lucio, porque se trataba de barquillas que constituían una novedad al paladar. Ese personaje era Domenico, el heladero del cine.

Domenico Almonte Ferrelli nació el 7 de mayo de 1908 en Pettorano Sul Gizio, un pequeño, hermoso y pintoresco pueblo italiano de origen medieval situado en la Provincia de L’Aquila en los Abruzzo. Allí conoció y se casó con   Anna Iacozza nacida en el mismo pueblo el 22 de mayo de 1910. Para mediados del siglo XX toda Italia sufría las secuelas económicas de la II Guerra Mundial y Domenico decidió emigrar en el año 1950. Su oficio de albañil tenía poca demanda en la región mientras que en Venezuela eran solicitados incluso más que panaderos y agricultores. De tal manera que no se trataba de una aventura; tenía 42 años y cinco hijos que mantener. De hecho, salió con trabajo garantizado por una empresa contratista del Ministerio de Obras Públicas; sus cuñados ya estaban aquí y le facilitaron los trámites. Se instaló en El Hatillo y en el viejo pueblo dejó a su esposa e hijos.

Ejerció la albañilería en la carretera Caracas-Caucagua, por lo que ineludiblemente se tropezó con Guatire; para 1953 ya se consideró lo suficientemente estable y se trajo a su familia; Anna, su esposa, y sus hijos Domenica, 14 años; Mario 12 años; Giuseppe, 10 años. Elda 9 años, y Giuliana Almonte Iacozza; todos en edad escolar excepto Giuliana, por lo que era natural que en el abrupto cambio tuvieran que darse prisa en socializar con los alumnos de los colegios Elías Calixto Pompa y Santa María Goretti para quienes se trataba de unos musiúes, apelativo que no les agradaba. En aquellos años a todo catire de ojos azules le decían musiú y a todo árabe turco, pero el término no era peyorativo.

Se convirtió en heladero. La empresa Pandock le enseñó el oficio y suministró equipos y materia prima. La albañilería no era lo más adecuado para un hombre que superaba los cincuenta años, por más fortaleza que hubiera adquirido en sus años de soldado en el norte de África durante la guerra. La familia vivía en las instalaciones del cine de Cipriano Rodríguez en la calle Bermúdez, cerca de las Cuatro Esquinas y regentaban el local destinado a suministrar las infaltables golosinas de todo cine y en el que el helado en barquilla era el producto más popular.

Domenico salía diariamente a recorrer las calles del pueblo. En una oportunidad se llegó hasta el final de la calle Concepción y de regreso se le dificultó el ascenso de la pequeña cuesta que conducía a la Caja de Agua. Le ayudé, y al llegar a lo alto tomó una barquilla y me la ofreció; fue un momento incómodo; era un niño de 9 años. Muy a mi pesar, le dije que en casa me enseñaron que los favores no se cobran; sonrió y me dijo que no se trataba de un pago, sino de gratitud ¡Me convenció! No tenía edad para disquisiciones existenciales, pero con los años aprendí que la gratitud es uno de los sentimientos más significativos y valiosos del ser humano. Siempre recuerdo al señor Domenico por esas palabras cada vez que sale el tema a colación.

La familia Almonte era popular entre la muchachada no solo por los helados; Domenico era compadre de Bernardino Lamarca, un colega albañil que entonces era  un ídolo de la Lucha Libre, que enfrentaba a los sucios del ring como el terrible Dragón chino. Lamarca solía visitar a los Almonte, y cuando eso ocurría todos querían verlo.

En el proceso de elaboración de los helados participaba toda la familia y alguna que otra vez Giuseppe, quien más socializó con sus vecinos y compañeros de clases, recibió la responsabilidad de venderlos en las calles. Pepino, como le llamaban, salía con el carrito de helados pero se distraía jugando metras con los muchachos de la calle 19 de abril y no vendía nada; incluso en uno de esos descuidos lo dejaron sin helados y al llegar a casa sin dinero lo agarraron a palo limpio, costumbre también de las familiar venezolanas a la hora de aplicar castigos. Si Domenico en lugar de pegarle hubiese solicitado a su compadre Bernardino que acompañase a Pepino en una de sus salidas, el resultado hubiese sido otro.

La modernización del pueblo requirió el sacrificio del cine de Cipriano Rodríguez y con él, de la heladería. La familia se mudó a la calle Sucre pero nada volvió a ser igual. Domenico había cumplido su propósito de dar una mejor calidad de vida a sus hijos, pero también supo ganarse un espacio en una comunidad que sabía de dulces y golosinas, porque “Helados efe” no eran competencia para él, pero si esas señoras de azafates en la cabeza; de manera que cuando hablemos de dulcería criolla debemos tener presente estos helados que aunque elaborados por italianos, eran con materia prima venezolana y sentimiento guatireño. Por lo demás, todos sabemos que los guatireños nacen donde les da la gana y Domenico decidió hacerlo en Pettorano Sul Gizio

lunes, 3 de octubre de 2022

María Arnal y la conserva de cidra, la tradición continúa

Aníbal Palacios B.

         Los guatireños éramos felices con nuestra golosina y lo sabíamos, pero nunca nos preocupó conocer su origen, su historia, la conversión de costumbre a tradición. Quizás lo veíamos como algo natural; como aquella vieja hipótesis de Aristóteles que estableció que toda la dulcería guatireña se había originado por generación espontánea y no fue así, se trató de un largo proceso que bien perfiló Marlon Zambrano en su galardonado libro Guatire melaza y fogón y que podemos asociar al hecho de que aquí se producía la materia prima de mejor calidad en el país, porque azúcar y papelón como el de nuestros trapiches eran incomparables.

En ese sentido, María Arnal era el secreto mejor guardado de toda la historia culinaria de nuestro pueblo. Por más de treinta años María ha sido artífice, guía física y espiritual, paradigma de nuestras tradiciones y auténtico patrimonio cultural del municipio; reconocimiento que por lo demás nunca ha buscado, ni solicitado porque eso lo otorga la historia, más allá de la liviandad con que algunos lo pregonan por estas calles.
María Arnal

Se puede afirmar categóricamente que la conserva de cidra como tradición culinaria guatireña descansa sobre tres familias: las Espinoza, las Porto y las Arnal. A Francisca Espinoza le corresponde el mérito de haber concebido la idea de masificar la producción y comercialización de la conserva en los años cuarenta  cuando creó una especie de cooperativa familiar con sus sobrinas Antonia, Eva Luisa, Dilia, Fortunata y además Rosalía Espinoza de Porto. Esta última en su casa ubicada en el cerro de piedra; las primeras vivían en la calle Santa Rosalía.  

Es decir, al principio las Porto simplemente formaban parte de la cadena de producción. Pelar, lavar y rayar se realizaba en casa de Rosalía; Juanita, Ninfa, Rosa Amelia, Ana Luisa, Socorro y Olga lideraban esta unidad operativa. Cocer a fuego lento sobre leñas, en casa de Francisca Espinoza. Se requería de mano de obra adicional; así, Alejandro Gámez Espinoza (Nano) se encargaba del rayado y un equipo conformado por Dilia, Lucina (Vitola), Conchita Pérez y Dominga Pérez atendían la cocción y la conserva se tendía en bateas moldeadas en madera, se oreaba y el proceso finalizaba con el secado al sol por espacio de tres a cuatro horas. De la distribución se encargaban Braulio Istúriz en Caracas, ya célebre por la elaboración de sus papeloncitos de azúcar, Gustavo Matico Tovar en Guarenas y Barlovento, y en Guatire se entregaba en el Restaurant El Criollito (en la esquina de la calle Bermúdez con Santa Rosalía), la bodega de Peruchito Toro (donde hoy está el BOD) y la Panadería Urrutia (final de la Bermúdez, cerca de la actual panadería  El Socorro). Cuando la familia Espinoza se mudó a Caracas las Porto, hijas de Rosalía Espinoza, asumieron todo el proceso de elaboración.

Las Porto a su vez también se mudaron a Caracas; ya la edad no les permitía realizar el duro trabajo físico que requería la fabricación de este apetitoso manjar, pero nunca dieron su receta a nadie, ni siquiera a María Arnal, vecina y amiga de la familia. Es que Rosalía Espinoza tenía nueve hijos que alimentar y lo hacía a fuerza de dulces y la conserva de cidra era la estrella de su amplio catálogo, simplemente no podía generar su propia competencia.

María Arnal nació en El Clavo el 25 de septiembre de 1935 –ya lo saben, los guatireños nacen donde les da la gana-; la familia se mudó a Guatire diez años después. Para esos momentos las niñas aprendían a leer y escribir en la Escuela Padre Puerto, mientras que los varones acudían a la Escuela Narvarte. Como quiera que María sabía leer y escribir, fue inscrita en una institución conocida como Hogar Campesino, frente a la iglesia, antecesora de la Escuela Artesanal; allí aprendió bordado y tejido. Estudió peluquería  en Academias de Caracas y fue este oficio el que la convirtió en referencia obligada en la comunidad. De carácter afable y entusiasta María pronto se ganó el favor de las mujeres guatireñas por sus conocimientos, dedicación y profesionalidad. Además,  también estudió corte y costura y repostería pero la demanda del servicio de peluquería copaba su tiempo. No obstante, el dulce aroma que permanentemente envolvía su hogar proveniente de los fogones de sus vecinas le obligaba a visitarlas y mostrar un manifiesto interés en aprender la elaboración de la conserva, pero nada que le decían la receta; la familia era muy hermética al respecto; cuidaban su negocio. María lo intentaba por su cuenta pero no lograba su objetivo; la única explicación que recibía de parte de Socorro Porto era “ponle azúcar y dale paleta”; siempre fueron muy respetuosas, pero evasivas; nada de indicaciones, medidas y proporciones. Pero en el fondo Socorro le estaba dando una pista.

Cuando las Porto no pudieron más entra en escena María Arnal; no le agradaba la idea de que se perdiera esta exquisitez de la cocina guatireña como ya había ocurrido con el papeloncito de azúcar, las melcochas, las arepitas dulces y los pandehornos. Sabía todo el proceso de elaboración pero no daba con “el punto”, esos detalles conocidos como elementos organolépticos del producto; es decir sabor y olor característicos, suavidad en la textura interior y firmeza en la exterior y sin el fuerte amargor de la fruta. Fue Juana Hernández, vecina, esposa de Isidoro Gámez y asidua visitante quien le proporcionó la vital información que necesitaba: una vez lavada la pulpa y extraído el amargo la masa debe pesarse y agregarle la misma proporción de azúcar. ¡Listo! María Arnal pudo dar continuidad a una tradición en peligro de extinción. 

Para finales del siglo XIX la elaboración de la conserva de cidra era una costumbre arraigada en toda la comunidad. La gama dulcera de las familias guatireñas incluía el dulce de lechosa, membrillo, el cabello de ángel, los buñuelos de yuca, torrejas, majaretes y dulce de leche. Otros rubros como el dulce de batata, de martinica, los almidoncitos de yuca, papeloncitos de azúcar, la melcocha y la conserva de cidra requerían cierto grado de especialización, por lo que la oferta era menor, pero nunca faltaron. María González de García, Clemencia García Ortiz, Zoa Díaz, Gervacia García González, Auristela Rondón, Juana Hernández, Dominga Padrón, María de Jesús Tachón, Margarita Rico, la familia Graterol, Clarita Pacheco, Lesbia Escalante; en fin como bien dijera Jesús María Sánchez en ningún hogar guatireño faltaban ollas, calderos y paletas. En ese sentido, este grupo de mujeres lograron salvaguardar y difundir el producto manteniendo siempre la característica de su sabor y textura. Otras personas lo intentaron sin éxito y desistieron; algunos lo siguen haciendo pero apenas logran un producto final a base de cidra pero no propiamente una conserva de cidra.

Fueron entonces las familias Espinoza (Francisca y sus sobrinas), las Porto y las Arnal quienes convirtieron la costumbre en tradición: De no ser por ellas la conserva de cidra hubiese desaparecido en el tiempo. Lideradas por Francisca Espinoza, Rosalía Espinoza de Porto y María Arnal, estas familias han sostenido una tradición que supera los ochenta años a fuerza de arduo trabajo, perseverancia, guatireñidad y amor. Porque la tarea como tal no enriquece a nadie.

Las generaciones posteriores al grupo de mujeres citadas descontinuaron el producto por la laboriosidad que conllevaba. La mejor melcocha guatireña para la venta era la de Belén Blanco, pero ese dulce requiere mucho y hasta riesgoso esfuerzo físico; más fácil es un dulce de lechosa. Al morir Belén, no hubo quien le diera continuidad. La cebada elaborada por Juana Berroterán que vendía Domingo  D´León, su esposo, duró una generación más; su hija Luisa, casada con Francisco Lorenzo Ubierna, siguió la comercialización; pero no hubo más.  Chichilia Berroterán, tía de Miguel Alciro,  virtuosa dulcera, comenzó a vender la cebada junto con un pastel de auyama como nunca los he comido en mi vida. Pero ya no quedan vestigios. Las hijas de Clarita Pacheco están  produciendo almidoncitos de yuca, lo que constituye un valiosísimo esfuerzo.

Los principales proveedores de María Arnal fueron Enrique Lima y Antonio Cruz; pero la materia prima comenzó a escasear. Con el tiempo la producción fue decayendo por asuntos de rentabilidad; en el mundo de los cítricos naranjas, limones y mandarinas quitan tiempo y espacio a la cidra, la martinica y la toronja.

Con respecto a la conserva de cidra también hay relevo; Mayra Montesinos, sobrina de María Arnal, quien ha sido su ayudante de cocina durante tantos años, no solo conoce perfectamente todo el proceso de producción, sino que está dispuesta a enseñar a todos aquellos quienes deseen aprender siempre y cuando se comprometan a respetar las características tradicionales del producto. 

sábado, 10 de septiembre de 2022

 

Toponimia aldeana

                                                                                     Aníbal Palacios B.

No fue iniciativa propia del Concejo Municipal del Distrito Zamora sino una disposición legislativa la que llevó a los ediles guatireños a sustituir el nombre de la Avenida 19 de diciembre por el de calle 9 de diciembre, en toda su extensión. En efecto, un Acuerdo de la Asamblea Legislativa del Estado Miranda del 30 de enero de 1936, mes y medio después de la muerte de Juan Vicente Gómez,  exhortaba a los diferentes distritos a que sustituyeran los nombres alusivos al extinto gobernante en calles, avenidas, plazas y parques y lo remplazaran por el de próceres o artistas de reconocidos méritos. Así, además de la citada calle, la placita Alí Gómez pasó a llamarse Elías Calixto Pompa. Para la rimbombante Avenida Rehabilitación Nacional se optó por una denominación un poco más  modesta: calle 19 de abril, que en realidad era más apropiada, vale decir; La legislatura había sugerido el nombre del general Berrmúdez pero ya teníamos una calle así llamada. También aprovecharon los ediles para sacarse una dolorosa espinita del cuerpo y bautizaron como 5 de mayo el puente sobre el río Guatire, hoy conocido como Puente Machado, para reivindicar la fecha del año 1929 que tantos dolores de cabeza generó al pueblo guatireño y que fuera la génesis de la plaza 24 de julio, instituida el 17 de diciembre de 1930. Fue la primera manifestación de reconocimiento público, y oficial, del trascendental acontecimiento. Dado que se vivían momentos de mucha y peligrosa incertidumbre política, puede calificarse de valiente la determinación de los concejales Jesús María Gámez, Rafael Jaén, Elías Centeno, Luis Felipe Escobar, Jesús María García, hijo, Manuel María Yánez y Rafael Hernández Suárez, principales; y los suplentes Carlos Martus, Ramón Alfonzo Blanco, Alciro R. García, Pedro Antonio Muñoz, Ramón Palacios, Andrés J. Muñoz y Felipe Aurelio Pacheco.

sábado, 3 de septiembre de 2022

 El concejal Grippa

Aníbal Palacios B.

 De cómo Carlos Grippa fue Presidente del Concejo Municipal por 5 días, Belén de Jesús Marrero se le alzó a su jefe y Ana Francisca Mujica perdió su empleo

La Casa de Gobierno Municipal albergó durante mucho tiempo a la Jefatura Civil, la Comandancia de la Policía y al Concejo Municipal; era pequeña, pero como no existía burocracia, había espacio para todos. A comienzos de 1953, luego de aquellas polémicas elecciones  del año anterior, en las cuales el pueblo votó por Jòvito Villalba, pero que debido al procedimiento, aún no famoso, llamado “acta mata voto”, ganó el gobierno de Pérez Jiménez, se decidió nombrar autoridades municipales, y para evitar sorpresas las mismas no serían electas. El Jefe Civil, Jesús Velásquez, fue el encargado de seleccionar a los concejales guatireños; los requisitos fundamentales eran dos: ser ciudadanos honestos y no ser adeco ni comunista; así pues, se buscó entre copeyanos, urredistas e independientes.

Carlos Grippa, uno de los candidatos, consultó con los directivos de COPEI; su posición era que si se respetaba la autonomía municipal podía aceptar el nombramiento, pero que si el Jefe Civil o el Gobernador interferían, renunciaría. Entre los seleccionados figuraban también Antonio Rebanales, Ana Chacìn, Manuel Antonio García y Eduardo Hernández. Ana Francisca Mujica asumió el cargo de Secretaria de la Cámara. En el acto de instalación Ángel María Dalò, quien fungía de Administrador de Rentas, le comentó a Grippa, designado Presidente: “Carlos, aquí quien manda es Velásquez, y se hace lo que él dice; te sugiero que dispongas que la Administración no haga ningún pago que no venga avalado por la Presidencia de la Cámara”.

Un domingo, cinco días después de la toma de posesión, Velásquez asistió a una corrida de toros en Caracas y al día siguiente un empleado de la Prefectura se presentó en la Administración con una factura de gasolina de una estación de servicio petareña; pertenecía al Jefe Civil. Ángel María le indicó que pasase por la  Presidencia del Concejo para que autorizaran el pago porque ahora con la nueva Cámara Municipal, los procedimientos administrativos eran otros. Carlos Grippa recibió la factura y habló con el Comandante de la Policía para saber si alguna patrulla había ido el día anterior a Petare (en aquella época habían solamente dos patrullas y ambas servían); el  Jefe Policial dijo que no. En el ínterin de la verificación, el empleado de la Prefectura se fue a informar al Jefe Civil sobre el particular, y Jesús Velásquez entró al despacho presidencial en forma desenfrenada y altanera y le gritó a Grippa:

- “Por qué tanta investigación para pagar una factura; aquí sobra uno de los dos”

 Acto seguido sacó un revólver y lo colocó sobre el escritorio de Carlos Grippa y le dijo:

-“Toma, defiéndete; vamos a la calle a echarnos unos tiros”-

 Sin lugar a dudas el tipo era una especie de caballero medieval, hay que reconocerlo; otro en su lugar simplemente le hubiese caído a tiros al concejal  y ya. Carlos Grippa siempre tuvo un carácter vehemente, irónico, impetuoso; terco dirían algunos, pero loco no era. Asustado, pero sereno, atinó a decir:

-’Si me vas a matar hazlo aquí, yo no sé manipular un revólver”

 En eso apareció la figura de Belén de Jesús Marrero, ex - dirigente campesino de Salmeròn y guardaespaldas de Velásquez, e intervino milagrosamente en el conflicto y le dijo al Jefe Civil:

- “Mira Velásquez, si las cosas son así, creo que también sobra uno entre tú y yo, vente a la calle que yo si me voy a dar unos tiros contigo”.

-“Tú eres mi subalterno” -, grita con desdén el Jefe Civil.

            -“Pero soy más amigo de Carlos Grippa” -.

 De inmediato se quitó la chapa policial lanzándola sobre el escritorio, justo al lado del revólver.

El Jefe Civil, quien tampoco era loco y sabía cazar una buena pelea, optó por retirarse. Se fue inmediatamente a Los Teques y al día siguiente reunió a la Cámara Municipal y les informó que por orden del Gobernador el señor Carlos Grippa no podía seguir siendo Concejal, y le pidió que desalojara el recinto. Carlos abandonó la sala y con él otros colegas de Cámara.

- “No, no, ustedes no, solo Grippa”-, indicaba Velásquez.

- “Si él se va, nosotros también”-.

 En eso se levanta la Secretaria de la Cámara, Ana Francisca Mujica y recoge sus bártulos.

- “Señorita, usted no, son los Concejales”-, dice ya en tono de súplica.

- “Mire señor Velásquez, en esta semana aprendí que soy la Secretaria de la Concejo Municipal, no del Jefe Civil”-, e igualmente se marchó…

 Cincuenta años más tarde, Ana Francisca Mujica nos dijo: “Consideré que no era justo lo que estaban haciendo, y le dije que si ellos renunciaban yo también, agarré mis cosas y me fui. Él no quería que yo renunciara, y después estuvo mucho tiempo sin tratarme”. Por su parte, Carlos Grippa comentó que el gesto más significativo y admirable fue el de Ana Francisca, puesto que renunciaba a su empleo en solidaridad con ellos: “… los demás teníamos nuestras fuentes de ingresos, porque el cargo de Concejal era ad-honorem; ella dependía de su sueldo y renunció”.

Eso la convierte en una mujer con dignidad y sólidos principios, porque no sólo renunció a un cargo, también se enfrentó a la máxima autoridad civil del Municipio, lo cual en aquella época era mucho decir.

 Rómulo Betancourt y su arraigo pueblerino

Aníbal Palacios B.

          Rómulo Betancourt, la más relevante figura política de la democracia venezolana del siglo XX, apenas vivió nueve años en Guatire, pero fueron suficientes para impregnarse de una atmósfera aldeana que jamás olvidó y cuya espiritualidad mantuvo a pesar de los avatares políticos que le tocó vivir.

Para 1908 Guatire era un pequeño pueblo de mil seiscientos ciudadanos, según datos de Pedro Cunill Grau. En una casa de la calle Bolívar vivía Luis Betancourt, de origen canario, y su esposa guatireña Virginia Bello; allí nació el 22 de febrero un niño bautizado como Rómulo Ernesto. Poco tiempo después los Betancourt-Bello se mudaron a la calle Miranda, en la casa que hoy ocupa la Biblioteca Don Luis y Misia Virginia.

La familia se trasladó a Caracas en 1918, pero esos primeros años coexistidos en la sencillez y calidez de la vida aldeana marcaron a Rómulo Betancourt de manera tal que ni la cárcel, el exilio, la clandestinidad, ni los quehaceres de su investidura política, pudieron desarraigar de su vida la espiritualidad pueblerina, y más bien sirvieron para fortalecerlo en momentos en que el ánimo se debilitaba ante las muchas dificultades que tuvo que sortear.

Amigos como Luis Felipe Muñoz, Dimas Bolívar, Jesús García Tellechea y Pablo Antero Muñoz, entre otros, con quienes compartió escapadas al pozo Las Catanas del rio Pacairigua y disfrutó las travesuras infantiles de la época, nunca fueron olvidados en las buenas ni en la malas. Figuras fraternales como Isidoro Gámez, heredada de su padre, Elías Centeno, Miguel Lorenzo García, Antero Muñoz, Régulo Rico, Vicente Emilio Sojo y el maestro Juan José Fermín, de quienes recibió consejos y orientaciones, siempre merecieron el respeto y la consideración de un agradecido discípulo. Todo el ambiente que se generó en torno a estos y otros personajes, aunado a la enseñanza familiar de valores como el amor por el terruño donde nacemos y nos formamos, convirtieron a Betancourt en un guatireño a carta cabal.

Rómulo no fue dotado de oído musical lo cual fue una circunstancia afortunada; a fin de cuentas, la aldea ya tenía a Vicente Emilio Sojo. Decimos esto porque él vivía justo enfrente de la casa de Régulo Rico y no aprendió a tocar ningún instrumento, para fortuna del país. Su preferencia por el rio Pacairigua en detrimento del rio Guatire era un asunto de longitudes; en cinco minutos llegaba al primero, mientras que el otro requería una caminata de media hora. Betancourt visitó al pueblo en 1945; sus viajes habían dejado de ser clandestinos desde el advenimiento al poder de Isaías Medina Angarita; esta vez lo hizo en calidad de Presidente de la República. En un acto en la Plaza 24 de Julio al doctor Gilberto Useche, en nombre de la comunidad guatireña, le correspondió solicitar la construcción de una escuela, que conocemos hoy como Elías Calixto Pompa. En otra ocasión, en su segundo mandato y durante una sesión del Concejo Municipal,  Miguel Lorenzo García le pidió un estadio para Guatire. Miguel murió antes de concluirse la obra y el propio Rómulo sugirió su nombre para el estadio; merecido por lo demás, porque fue un gran dirigente y mecenas del deporte.

 Anecdotario aldeano

Betancourt aprendió a leer y escribir guiado por las Hermanas Hernández,  vecinas que dirigían una escuela de primera enseñanza para niñas. En aquel entonces varones y hembras recibían clases en planteles separados, por lo que Rómulo no era formalmente alumno de las Hernández sino que ellas, como amigas de la familia, asumieron esa tarea. Pero la mamadera de gallo de los amigos más grandecitos convirtieron en insoportable el aprendizaje y un buen día se presentó en la escuela de Elías Centeno. Entre maestro y alumno se produjo el siguiente diálogo:

-       Don Elías quiero que usted me enseñe”

-       Pero Rómulo, no tienes la edad suficiente para asistir a este plantel”

-       Yo no quiero ir más a la otra escuela”

 No hubo maneras de convencerlo de que era muy pequeño para ese nivel; la terquedad, al parecer, le venía desde niño al futuro dirigente político. Al respecto, Virginia Betancourt comentó que se trataba de perseverancia, no terquedad. Lo cierto fue que Elías Centeno se convirtió en maestro formal de Rómulo con gran ascendencia en su vida extraescolar.

Perseguido político de Juan Vicente Gómez y Eleazar López Contreras, Betancourt algunas veces se escondía en la casa de Chucho Pacheco, a una cuadra de la Jefatura Civil. Cuando eso ocurría las hijas de Pacheco no salían a jugar a la plaza, justo enfrente, por temor a deslices infantiles. Cuando Elías Centeno, a la sazón Jefe Civil del Municipio, se percataba del hecho mandaba un mensaje con los amigos: “Dile a Chucho que le aconseje a Rómulo que se vaya, que no me comprometa porque me lo están pidiendo y yo sé que él está allí”. Y Betancourt no abusaba ni de la hospitalidad de Pacheco ni de la tolerancia y complicidad de Centeno; al día siguiente las niñas volvían a jugar en la plaza. Tiempo después, una tarde se presentó un anciano en casa de Centeno; Elías lo reconoció pese al convincente disfraz:

-       Rómulo ¿qué haces aquí, no sabes el peligro que corres?”

-       Ayúdame Elías, me están acorralando”

-       Me pones en un aprieto entre el deber de funcionario y el de amigo”

     Privó la amistad, y Elías Centeno ayudó a escapar al fugitivo político. Años más tarde Betancourt se acordó del gesto. Cuando derrocaron a Isaías Medina Angarita, las nuevas autoridades adecas detuvieron a Elías Centeno, Ángel María Daló y Manuel María Yánez. Al enterarse, Betancourt se enfureció y ordenó la inmediata libertad de los detenidos. La solidaridad con sus amigos era absoluta; cuando murió Isidoro Gámez, el 11 de octubre de 1945, al no poder asistir al sepelio por razones que saldrían a la luz siete días más tarde, hizo un alto en sus actividades encubiertas para enviar un telegrama manifestando su pesar por no poder estar presente.

En 1960 Betancourt invitó a todos los guatireños residenciados en Caracas para salir en una caravana desde el Paseo Los Próceres hasta la Iglesia Santa Cruz de Pacairigua, e instituyó el reencuentro entre paisanos el día de la Santa Patrona. Cuando se planteó el problema del deterioro físico de la iglesia, y ante la petición de algunos ciudadanos de construir una nueva convocó a los dirigentes de la comunidad (Vicente Milano, Manuel Hernández Suárez, René García, Guido Acuña, Luis Felipe Muñoz, Germán Pacheco, Mariano Marianchic, Gilberto Useche, Francisquito León, entre otros) a una reunión en la residencia  presidencial en Altamira. Un informe de ingeniería del Ministerio de Obras Públicas confirmaba el deterioro de la edificación y recomendaba su demolición porque no resistiría otro terremoto, que al final se produjo cinco años después. Rómulo se inclinó por la sugerencia técnica y Dimas Bolívar, camarero de Palacio, amigo del Presidente y guatireño conservador le recriminó al Presidente: “A ti no te duele la iglesia porque no fuiste bautizado en ella”; es que en esa reunión el Presidente se despojó de su investidura y actuó como un ciudadano más.

Ese día, tal vez para disminuir la tensión del momento, Betancourt apeló a una de sus facetas menos conocida, el humorismo; así, propuso la creación de un Gabinete Ejecutivo con puros guatireños, por lo que designó al diputado Guillermo Muñoz, Ministro de Hacienda; a Cruz Ana Ortega (esposa de Leopoldo Sucre Figarella) Ministra de Obras Públicas; César Gil Gómez, Ministro de Educación; el Obispo Feliciano González fue nombrado Cardenal, y así conformó un equipo de trabajo completo con sus entusiastas paisanos.

Una vez concluido su mandato, Betancourt no dejó de visitar al pueblo; cualquier oportunidad era propicia para compartir con sus amigos de la infancia en casa de Luis Felipe Muñoz. Pero era casi imposible pasar inadvertido porque todo el mundo esperaba su presencia para conversar con él. Pero esos encuentros carecían de la intimidad con la que prefería reunirse con sus amistades. El 29 de junio de 1975 acudió a la celebración de la Parranda de San Pedro. Era esperado en casa de Lourdes Hernández pero había mucha gente en la entrada y cambió de parecer Su intención era ir a casa de Luis Felipe Muñoz en Macaira, como era su costumbre, pero la calle también estaba abarrotada, por lo que decidió darle una vuelta la manzana e inesperadamente se presentó en casa de Emilia Gámez, hija de su entrañable amigo Isidoro Gámez, en el Cerro de Piedra. Allí se auto invitó a almorzar (o se coleó, si le parece a usted mejor) y en compañía de Marcos Falcón Briceño y Jesús María Graterol puso en aprieto a la desconcertada anfitriona, quien le ofreció lo que había preparado para sus hijas que venían a visitarla: mondongo, pernil y ensalada de gallina; el postre era quesillo y dulce de lechosa, y Betancourt adicionalmente solicitó conserva de cidra. Al convite se incorporaron Luis Felipe y Pablo Antero Muñoz y la puerta se cerró a cal y canto. A duras penas lograron entrar las hijas de Emilia y Pedro Manuel Pompa, el esposo. La familia Porto, que elaboraba las exquisitas conservas, vivía diagonalmente y Emilia simplemente cruzó la calle en su búsqueda. Previsiblemente trajo más de lo requerido para el momento porque el ex Presidente pidió para llevar; los sabores pueblerinos aún perduraban en su memoria y en su paladar.

Además del Grupo Escolar, son obras de Betancourt el Estadio, la Iglesia y la Casa Sindical; esta última la entregó directamente a Felipe Berroterán, de Calvarito, y Marcelino Urrutia, de Los Malavares, representantes del Sindicato de trabajadores cañicultores; en el acto estuvo presente José Antonio Álvarez, de Barrio Arriba, vicepresidente del Sindicato Nacional correspondiente. Fueron ellos quienes propusieron el nombre de Luis Moreno pare el recinto, en honor a quien fuera un destacado dirigente de los trabajadores que construyeron el dique de El Norte.

Betancourt solía preguntar por las novedades del pueblo cada vez que venía y era Felipito Muñoz quien lo mantenía al tanto. En una ocasión Luis Rondón vio frustrada su aspiración de ser Director Regional de Deportes porque Simón Alberto Consalvi solicitó al gobernador Manuel Mantilla que designara a la sobrina de un diputado merideño. Mantilla se disculpó con Rondón y le dijo que necesitaría una palanquita. Visitaba Rómulo, como era usual, la casa de Luis Felipe Muñoz y éste, ya informado de la situación por Felipito, le comentó lo ocurrido. Posteriormente Betancourt conversó con Octavio Lepage, Secretario General del partido, y le indicó que a los guatireños no les parecía bien que un merideño dirigiera el deporte mirandino, Días después, cuando el gobernador Manuel Mantilla juramentaba al nuevo Director de Deportes le comentó: “Caramba Rondón, te recomendé que buscaras una palanquita pero se te pasó la mano”:

Rómulo nunca se desprendió de su carácter aldeano y el apego sentimental por el terruño, a pesar de haber estado aquí apenas sus primeros nueve años de vida.







sábado, 20 de agosto de 2022

 

Las plazas Zamora y 5 de julio

Aníbal Palacios B.


En 1911, en el marco de la programación para celebrar el primer centenario de la Declaración de Independencia de Venezuela, el Concejo Municipal acordó “Dedicar los doscientos barriles(de) cemento cedidos por el Benemérito Jefe del País, a la construcción inmediata de las aceras de la Plaza Zamora, a las de las calles Miranda y 19 de diciembre y a las aceras de la pequeña plaza adyacente a la Plaza Principal, que de ahora en adelante se denominará Parque 5 de julio…”

Ese nombre permaneció por veinte años puesto que al inaugurarse la Plaza 24 de julio con la estatua de Bolívar, el busto de Zamora –donado por la municipalidad de Villa de Cura en 1917- fue trasladado a la placita que en adelante se llamó  Plaza Zamora; posteriormente el lugar dio paso a parte del actual Centro Cívico.

La calle 19 de diciembre era la antigua calle Manzanares, cuyo nombre lo recibe de la quebrada homónima que corre en su parte oeste y desemboca en la Quebrada de las Ánimas. Fue la calle de mayor longitud del municipio y por muchos años la más importante. La municipalidad dispuso llamarla 19 de diciembre como un homenaje a la fecha del ascenso al poder del general Juan Vicente Gómez.  Luego de la muerte de Juan Vicente Gómez en 1936 –en una manifiesta acción de sincretismo político- las autoridades municipales tacharon el número 1 de su nombre y quedó simplemente como 9 de diciembre; en reconocimiento a la batalla de Ayacucho que en 1824 determinó la definitiva derrota de los ejércitos que representaban al imperio español en suramérica.

viernes, 5 de agosto de 2022

 

Guatireña, la primera venezolana que se graduó de médico en la UCV

Aníbal Palacios B.


Zahra Bendaham Chocrón fue una audaz, paradigmática y legendaria mujer guatireña que se atrevió a desafiar
prejuicios religiosos, sociales, culturales y familiares en el primer tercio del pasado siglo para lograr no solo un propósito personal, sino además para ensanchar caminos que dignificarían a la mujer venezolana. Sin embargo, es una ilustre desconocida en la comunidad guatireña. Zahra fue la primera venezolana en graduarse de médico en la Universidad Central de Venezuela (UCV).

Zahra Bendaham nació en Guatire a las cinco de la mañana del 28 de agosto de mil novecientos. Hija de Elisa Chocrón y Carlos Bendaham, próspero comerciante judío sefardí de origen marroquí. Su tienda –y hogar- estuvo ubicada en la calle Miranda; vecino a la vivienda de Luis Betancourt y Virginia Bello. Estudió con las hermanas Hernández Suárez y con el maestro Juan José Fermín, los mismos docentes que formaron a Rómulo Betancourt, y al igual que este viajó a Caracas para culminar sus estudios de bachillerato.

 En 1923 Zahra obtuvo el Certificado de Educación Secundaria y se inscribió en la Facultad de Medicina de la UCV. En 1939 se convirtió en la primera venezolana en titularse Doctora en Ciencias Médicas de la Universidad Central de Venezuela. Terminó los seis años de la carrera en 1930, antes que ninguna otra mujer en el país, pese a una severa tuberculosis que casi se lo impide. Pero ese año no pudo presentar la tesis final requerida en la época para oficializar su título; su organismo –minado por una severa tuberculosis- ya no daba para  más y tuvo que esperar nueve años para cumplir con el requisito que le otorgó el título que le honra, que enorgullece a la comunidad guatireña en particular y a la mujer venezolana en general. En un país de principios del siglo XX diseñado para que triunfaran los hombres, Zahra Bendaham enfrentó también los prejuicios sobre la idoneidad de la mujer para realizar tareas diferentes a las domésticas y trazó un camino por el que transitarían con comodidad cientos de miles de mujeres venezolanas.

Cursaba el tercer año de carrera cuando se enfermó víctima de una tuberculosis que casi acaba con su existencia y compromete seriamente la continuidad de sus estudios; pero Zahra logra sobreponerse y con un esfuerzo sobrehumano culmina la carrera en 1930, pero no fue sino hasta el 31 de julio de 1939, ya bastante recuperada, cuando se enfrentó al jurado que finalmente aprobó su tesis y le otorgó, ese mismo día, el título de Doctora en Ciencias Médicas.

Al respecto, en su discurso de grado señala: “Mis seis años de estudiantado fueron seis años de calvario con todas sus estaciones, sin faltar una, debido a los tiempos que atravesábamos: incomprensión, preconceptos arcaicos, falta de costumbre de ver a las mujeres en las aulas, maledicencia, envidia, pequeños caciquismos en cada jerarquía, groserías innatas, de unos, persecuciones sistematizadas de los otros, pasiones políticas encontradas. Desde el bachillerato hice toda la carrera sola: única mujer existente en aquellos predios de varones, fui por la fuerza de las circunstancias poco compañera de la generalidad de mis compañeros; para ellos se anteponían por falta de costumbre, la mujer a la estudiante, no queriendo comprender o no comprendiendo cómo una mujer podía estudiar medicina sin ser un marimacho, sin perder su decoro, sin mengua de su honestidad”.

Ese fue parte del discurso pronunciado por Zahra Bendaham, oradora de orden del acto donde recibió el título de Doctora en Ciencias Médicas en la UCV el 31 de julio de 1939. Fue una deferencia de parte de sus colegas graduandos, quienes reconocieron así el esfuerzo, sacrificio y constancia de esta mujer que supo enfrentar adversidades personales, académias y sociales con mucha entereza.

En ese discurso Zahra plantea: “¿Qué más se necesita para no sonreír alegremente ni siquiera ante este triunfo? No que el orgullo se apodere de mi espíritu, ¡oh, no!, y lo considere como triunfo científico, mas sí como triunfo extraordinario sobre el medio, los prejuicios, la envidia, las circunstancias que me han rodeado, mi mal estado de salud y por ende la muerte, el tiempo que ha pasado desde la terminación de mis estudios…”

La precedió en el intento de estudiar medicina en la UCV Virginia Pereira Álvarez en 1911, pero su familia tuvo que emigrar y finalmente terminó la carrera en Estados Unidos en 1920. Por su parte, Lya Imber llegó a Venezuela en 1930, mismo año en que Zahra completaba sus estudios. Terminó en 1936, la primera ciudadana extranjera en graduarse.

La doctora Sonia Hecker rescató para la historia de la medicina en Venezuela la importante y determinante presencia de Zahra Bendaham en un hermoso libro cuyo título es Por una puerta estrecha, publicado por Fundación Polar en 2006. El relato final, el discurso de graduación de Zhara refleja sucintamente la vida de esta figura aldeana. Si eres mujer, si eres médico y sobre todo si eres guatireño debería leer ese libro.

Zahra se casó y tuvo una hija, murió en Los Teques en el año 1946, víctima de la enfermedad que no pudo truncar sus sueños.

            Es el momento de rendir homenaje a Zhara Bendaham Chocrón; el Hospital General de Guatire debe llevar el nombre de esta extraordinaria mujer que ha puesto en alto el gentilicio guatireño; en ese sentido las autoridades municipales deben realizar los trámites correspondientes ante los entes a quienes competa la designación. Asimismo, una de las tantas avenidas sin nombre que rodean al pueblo debe llevar el nombre de este ilustre personaje; finalmente, el libro de la doctora Sonia Hecker debe ser reeditado por la municipalidad, con el permiso correspondiente de su autora.

 

domingo, 3 de julio de 2022

 

Guatire y sus locos

                                                                   Aníbal Palacios B.

 Por supuesto, cada pueblo venezolano tuvo sus locos, pero dudo que hayan sido como los de por aquí. Intelectuales, eruditos, embusteros, aguajeros, pendencieros, agresivos, amables, religiosos y claro está, el simplemente loco e’bolas. Una variedad de personajes significativos en la historia aldeana que, en nuestro particular caso, fueron simultáneamente para varias generaciones porque, en algunos casos, de niños le temíamos, de adolescentes les molestábamos y de adultos buscábamos su conversación. ¡Una locura!

Definitivamente los locos de antes no son como los de ahora; éstos son personajes anónimos, totalmente ajenos a nuestra comunidad, muchas veces recogidos por las autoridades de algún municipio y abandonados en otro para quitárselos de encima, porque les estorban. Los locos de otrora formaban parte de nuestro entorno, conocíamos a sus familias, que por lo demás no se avergonzaban de su existencia, convivíamos con ellos en la mayoría de los casos y, por supuesto, vivíamos atentos a salir corriendo cuando la ocasión lo ameritara.

 El Loco Tomás

Tomás Muñoz era un dilecto loco que gozaba del respeto y admiración de toda la población, no sólo porque perteneciera a una muy querida familia guatireña sino porque además llamaba la atención por su inteligencia y erudición. No son pocos quienes afirman que su insania le vino precisamente de allí, de tanta lectura, de tantos conocimientos que procesaba su mente. Escritores aldeanos como Guido Acuña y Rafael Borges lo consideraban un poeta que se expresaba en prosa. Uno de los signos distintivos de Tomás era golpear los postes, era su manera de anunciar su presencia; tanto, que cuando su tía Roseliana escuchaba el opaco sonido, le colocaba la comida en el jardín de la casa y entraba apresuradamente. Tomás se percataba, pero no le importaba. En una ocasión le comentó a Rosita Rondón, su prima, que Roseliana estaba más loca que él; ¿a quién se le ocurriría poner la comida en el jardín y salir corriendo para no verle?

Tomás era agricultor y tuvo tres hijos; en los años cuarenta comenzó a presentar síntomas de abstracción y más tarde de facundia, que pronto llamaron la atención de todos por la coherencia de su discurso. No hablaba solo, le gustaba tener audiencia; apenas veía un grupo de cuatro o cinco personas, comenzaba su bien orquestada perorata. El Miércoles Santo era para él una jornada especial porque se trataba de la mayor congregación de guatireños que pudiese reunirse y aprovechaba el descanso de los cargadores para soltar una arenga al Nazarero:

“El mundo fuese distinto si no te hubieses sacrificado. Sacaste a los mercaderes del templo ¿y qué? Volvieron al irte tú; necesitábamos tu justicia, no tu sacrificio”

             Y por ese estilo; era un discurso breve, unos cinco minutos tal vez, y al terminar se arrodillaba, realizaba una reverencia y se retiraba en medio de aplausos; golpeando postes, como siempre se le recordó. Murió en 1959 y Rafael Borges, el mejor poeta guatireño del siglo XX, lo inmortalizó en un poema lírico titulado Adiós al Loco Tomás.

 Otilio

Al principio a Otilio se le conocía como el muchacho de los mandados, aunque él se autocalificaba como encargado de encomiendas. El pueblo le agregó a su nombre el impropio remoquete de Pila e’mierda, que además de injurioso era absolutamente injusto; no se correspondía con su perfil de hombre sencillo, mal vestido pero no maloliente. Eso sí, embustero como ninguno. Si a algún parroquiano se le hubiese ocurrido recopilar y documentar sus relatos, con toda seguridad se hubiese hecho acreedor de un record Guinness como el hombre más embustero del mundo.  Asentó su popularidad entre los años cincuenta y sesenta y su mendacidad era compulsiva. Otilio se desaparecía del pueblo un par de meses y regresaba subrepticiamente al Bar Tropical de Miguel Lorenzo García donde era bien recibido y agasajado por un grupo de contertulios que se peleaban el honor de brindarle un trago de aguardiente para estimular su inventiva:

 “Estuve en Manhattan, y mientras paseaba por Central Park se me acercó un emisario del mismísimo Dwight Eisenhower con una invitación a cenar en la Casa Blanca, quería conocer mi opinión sobre las elecciones presidenciales y le dije: Ike, lamento que Rockefeller haya retirado su candidatura en las primarias, Nixon no le ganará a Kennedy

 

–Así, con ese desparpajo-

En una ocasión se excusó con el Generalísimo Franco porque debía atender una invitación del papa Juan XXIII, ¿y cómo decirle que no al Santísimo Padre?

“Caminaba por Hyde Park cuando observe al Príncipe Felipe, duque de Edimburgo, dirigirse hacia mi. La reina Isabel II me requería en el palacio de Buckingham, necesitaba mi valoración de una obra de arte para la Royal Collection; al terminarla, ofreció una cena en mi honor en el Throne room”.

             Al final de la jornada, Otilio había deleitado a sus anfitriones del Bar, luego se marchaba en busca de cualquier abandonado techo para pasar la noche y al día siguiente volvía a sus recados. ¿De dónde sacaba Otilio la minuciosidad de sus historias? Algunos opinan que recogía ejemplares de Ultimas Noticias y El Nacional de los basureros del pueblo; otros, que se acercaba a la Plaza Bolívar de Caracas a escuchar a viejos embusteros como él. Lo cierto es que a cada escapada traía nuevas, sazonadas y bien documentadas historias para satisfacción de todos.

 Coquito

Delfín Armas era el nombre de este polifacético personaje. Sufría de epilepsia y era cordial cuando lo deseaba, agresivo si se burlaban de él y pendenciero en momentos en los cuales se sentía aburrido. Al grito de ¡Coquito! podía reaccionar de dos maneras: lanzaba piedras con certera puntería o corría detrás de quienes lo molestaban. Los muchachos preferían las piedras porque eran más fáciles de eludir; cuando Coquito los perseguía era toda una proeza escapar de él porque era muy rápido.

 “Me choca ese candidato”

Con esta frase, o alguna similar, daba a entender que buscaba camorra, sentía deseos de agredir a alguien y, por supuesto, nadie se metía con él. A veces una simple y maliciosa sonrisa servía de alerta. Ignoraba que el lenguaje corporal lo delataba: Se paraba con las piernas abiertas y metía sus pulgares dentro del pantalón a nivel de la cintura; nadie se le acercaba, la insensatez juvenil no llegaba a tanto. Coquito usaba alpargatas de cuero y se deslizaba silenciosamente en la acera como un michaeljackson cualquiera para sorprender a distraídas y potenciales víctimas. Si usted lo veía en una esquina a prudente distancia no debía demostrarle miedo, simplemente con la discreción necesaria alejarse del lugar. Si se descuidaba en fracciones de segundos lo tenía al lado en actitud belicosa.

A Coquito le gustaba el beisbol y como cualquier guatireño de los años cincuenta, se acercaba al estadio a ver al temible Gavilanes. Pero en las caimaneras de los muchachos su participación era protagónica: el ompaya, como se le decía entonces al árbitro. Cuando los jovenzuelos jugaban pelota sabanera lo hacían sin árbitro y, lógicamente, surgían discusiones y hasta peleas por los desacuerdos que generaban las jugadas cerradas. El terreno de La Matancita (actual Liceo Juan José Abreu), casualmente cerca del hogar de nuestro personaje, era el lugar más frecuentado por los peloteros. Allí llegaba Coquito en son de paz para ejercer de árbitro, y aunque usted no lo crea, su presencia gozaba del beneplácito de los contendientes por una sencilla razón: nadie se atrevía a cuestionar una apreciación suya, porque las consecuencias de tal audacia eran previsibles; de manera que el juego fluía con rapidez y normalidad… a menos que le diera un ataque de epilepsia, en cuyo caso todos corrían despavoridos porque al recuperarse su agresividad se potenciaba. Solo un mozuelo, Tomás Oses, se compadecía de él y corría a auxiliarlo para que no cayera con brusquedad y lo acompañaba hasta ver los primeros síntomas de serenidad, tras lo cual arrancaba a correr; la gratitud no era una de las virtudes de Coquito, y estar a su lado siempre era un peligro.

Esta es una pequeña muestra del portafolio local de personajes que poco a poco fueron desapareciendo de nuestras calles por razones pueden ser varias; desde los tratamientos médicos que los controlaban, a la vergüenza familiar que los ocultaba; pero si, los locos de ahora no son como los de antes.