domingo, 9 de octubre de 2022

                                        Domenico Almonte, el heladero del cine

Aníbal Palacios B.

          A mediados de los años cincuenta y principios de los sesenta era común ver mujeres por las calles de Guatire, sábados y domingos, con un azafate sobre su cabeza vendiendo majaretes, conservas de coco y melcochas. Para un niño se trataba de una imagen que llamativa porque el azafate en cuestión no se sostenía con las manos sino que iba en perfecto equilibrio sobre un rollete de tela en una especie de malabarismo ambulante.

Pero repentinamente irrumpió en la escena un personaje de baja estatura, afable carácter y expresiva sonrisa empujando un carrito de helados muy distintos a los raspados que vendía Lucio, porque se trataba de barquillas que constituían una novedad al paladar. Ese personaje era Domenico, el heladero del cine.

Domenico Almonte Ferrelli nació el 7 de mayo de 1908 en Pettorano Sul Gizio, un pequeño, hermoso y pintoresco pueblo italiano de origen medieval situado en la Provincia de L’Aquila en los Abruzzo. Allí conoció y se casó con   Anna Iacozza nacida en el mismo pueblo el 22 de mayo de 1910. Para mediados del siglo XX toda Italia sufría las secuelas económicas de la II Guerra Mundial y Domenico decidió emigrar en el año 1950. Su oficio de albañil tenía poca demanda en la región mientras que en Venezuela eran solicitados incluso más que panaderos y agricultores. De tal manera que no se trataba de una aventura; tenía 42 años y cinco hijos que mantener. De hecho, salió con trabajo garantizado por una empresa contratista del Ministerio de Obras Públicas; sus cuñados ya estaban aquí y le facilitaron los trámites. Se instaló en El Hatillo y en el viejo pueblo dejó a su esposa e hijos.

Ejerció la albañilería en la carretera Caracas-Caucagua, por lo que ineludiblemente se tropezó con Guatire; para 1953 ya se consideró lo suficientemente estable y se trajo a su familia; Anna, su esposa, y sus hijos Domenica, 14 años; Mario 12 años; Giuseppe, 10 años. Elda 9 años, y Giuliana Almonte Iacozza; todos en edad escolar excepto Giuliana, por lo que era natural que en el abrupto cambio tuvieran que darse prisa en socializar con los alumnos de los colegios Elías Calixto Pompa y Santa María Goretti para quienes se trataba de unos musiúes, apelativo que no les agradaba. En aquellos años a todo catire de ojos azules le decían musiú y a todo árabe turco, pero el término no era peyorativo.

Se convirtió en heladero. La empresa Pandock le enseñó el oficio y suministró equipos y materia prima. La albañilería no era lo más adecuado para un hombre que superaba los cincuenta años, por más fortaleza que hubiera adquirido en sus años de soldado en el norte de África durante la guerra. La familia vivía en las instalaciones del cine de Cipriano Rodríguez en la calle Bermúdez, cerca de las Cuatro Esquinas y regentaban el local destinado a suministrar las infaltables golosinas de todo cine y en el que el helado en barquilla era el producto más popular.

Domenico salía diariamente a recorrer las calles del pueblo. En una oportunidad se llegó hasta el final de la calle Concepción y de regreso se le dificultó el ascenso de la pequeña cuesta que conducía a la Caja de Agua. Le ayudé, y al llegar a lo alto tomó una barquilla y me la ofreció; fue un momento incómodo; era un niño de 9 años. Muy a mi pesar, le dije que en casa me enseñaron que los favores no se cobran; sonrió y me dijo que no se trataba de un pago, sino de gratitud ¡Me convenció! No tenía edad para disquisiciones existenciales, pero con los años aprendí que la gratitud es uno de los sentimientos más significativos y valiosos del ser humano. Siempre recuerdo al señor Domenico por esas palabras cada vez que sale el tema a colación.

La familia Almonte era popular entre la muchachada no solo por los helados; Domenico era compadre de Bernardino Lamarca, un colega albañil que entonces era  un ídolo de la Lucha Libre, que enfrentaba a los sucios del ring como el terrible Dragón chino. Lamarca solía visitar a los Almonte, y cuando eso ocurría todos querían verlo.

En el proceso de elaboración de los helados participaba toda la familia y alguna que otra vez Giuseppe, quien más socializó con sus vecinos y compañeros de clases, recibió la responsabilidad de venderlos en las calles. Pepino, como le llamaban, salía con el carrito de helados pero se distraía jugando metras con los muchachos de la calle 19 de abril y no vendía nada; incluso en uno de esos descuidos lo dejaron sin helados y al llegar a casa sin dinero lo agarraron a palo limpio, costumbre también de las familiar venezolanas a la hora de aplicar castigos. Si Domenico en lugar de pegarle hubiese solicitado a su compadre Bernardino que acompañase a Pepino en una de sus salidas, el resultado hubiese sido otro.

La modernización del pueblo requirió el sacrificio del cine de Cipriano Rodríguez y con él, de la heladería. La familia se mudó a la calle Sucre pero nada volvió a ser igual. Domenico había cumplido su propósito de dar una mejor calidad de vida a sus hijos, pero también supo ganarse un espacio en una comunidad que sabía de dulces y golosinas, porque “Helados efe” no eran competencia para él, pero si esas señoras de azafates en la cabeza; de manera que cuando hablemos de dulcería criolla debemos tener presente estos helados que aunque elaborados por italianos, eran con materia prima venezolana y sentimiento guatireño. Por lo demás, todos sabemos que los guatireños nacen donde les da la gana y Domenico decidió hacerlo en Pettorano Sul Gizio

lunes, 3 de octubre de 2022

María Arnal y la conserva de cidra, la tradición continúa

Aníbal Palacios B.

         Los guatireños éramos felices con nuestra golosina y lo sabíamos, pero nunca nos preocupó conocer su origen, su historia, la conversión de costumbre a tradición. Quizás lo veíamos como algo natural; como aquella vieja hipótesis de Aristóteles que estableció que toda la dulcería guatireña se había originado por generación espontánea y no fue así, se trató de un largo proceso que bien perfiló Marlon Zambrano en su galardonado libro Guatire melaza y fogón y que podemos asociar al hecho de que aquí se producía la materia prima de mejor calidad en el país, porque azúcar y papelón como el de nuestros trapiches eran incomparables.

En ese sentido, María Arnal era el secreto mejor guardado de toda la historia culinaria de nuestro pueblo. Por más de treinta años María ha sido artífice, guía física y espiritual, paradigma de nuestras tradiciones y auténtico patrimonio cultural del municipio; reconocimiento que por lo demás nunca ha buscado, ni solicitado porque eso lo otorga la historia, más allá de la liviandad con que algunos lo pregonan por estas calles.
María Arnal

Se puede afirmar categóricamente que la conserva de cidra como tradición culinaria guatireña descansa sobre tres familias: las Espinoza, las Porto y las Arnal. A Francisca Espinoza le corresponde el mérito de haber concebido la idea de masificar la producción y comercialización de la conserva en los años cuarenta  cuando creó una especie de cooperativa familiar con sus sobrinas Antonia, Eva Luisa, Dilia, Fortunata y además Rosalía Espinoza de Porto. Esta última en su casa ubicada en el cerro de piedra; las primeras vivían en la calle Santa Rosalía.  

Es decir, al principio las Porto simplemente formaban parte de la cadena de producción. Pelar, lavar y rayar se realizaba en casa de Rosalía; Juanita, Ninfa, Rosa Amelia, Ana Luisa, Socorro y Olga lideraban esta unidad operativa. Cocer a fuego lento sobre leñas, en casa de Francisca Espinoza. Se requería de mano de obra adicional; así, Alejandro Gámez Espinoza (Nano) se encargaba del rayado y un equipo conformado por Dilia, Lucina (Vitola), Conchita Pérez y Dominga Pérez atendían la cocción y la conserva se tendía en bateas moldeadas en madera, se oreaba y el proceso finalizaba con el secado al sol por espacio de tres a cuatro horas. De la distribución se encargaban Braulio Istúriz en Caracas, ya célebre por la elaboración de sus papeloncitos de azúcar, Gustavo Matico Tovar en Guarenas y Barlovento, y en Guatire se entregaba en el Restaurant El Criollito (en la esquina de la calle Bermúdez con Santa Rosalía), la bodega de Peruchito Toro (donde hoy está el BOD) y la Panadería Urrutia (final de la Bermúdez, cerca de la actual panadería  El Socorro). Cuando la familia Espinoza se mudó a Caracas las Porto, hijas de Rosalía Espinoza, asumieron todo el proceso de elaboración.

Las Porto a su vez también se mudaron a Caracas; ya la edad no les permitía realizar el duro trabajo físico que requería la fabricación de este apetitoso manjar, pero nunca dieron su receta a nadie, ni siquiera a María Arnal, vecina y amiga de la familia. Es que Rosalía Espinoza tenía nueve hijos que alimentar y lo hacía a fuerza de dulces y la conserva de cidra era la estrella de su amplio catálogo, simplemente no podía generar su propia competencia.

María Arnal nació en El Clavo el 25 de septiembre de 1935 –ya lo saben, los guatireños nacen donde les da la gana-; la familia se mudó a Guatire diez años después. Para esos momentos las niñas aprendían a leer y escribir en la Escuela Padre Puerto, mientras que los varones acudían a la Escuela Narvarte. Como quiera que María sabía leer y escribir, fue inscrita en una institución conocida como Hogar Campesino, frente a la iglesia, antecesora de la Escuela Artesanal; allí aprendió bordado y tejido. Estudió peluquería  en Academias de Caracas y fue este oficio el que la convirtió en referencia obligada en la comunidad. De carácter afable y entusiasta María pronto se ganó el favor de las mujeres guatireñas por sus conocimientos, dedicación y profesionalidad. Además,  también estudió corte y costura y repostería pero la demanda del servicio de peluquería copaba su tiempo. No obstante, el dulce aroma que permanentemente envolvía su hogar proveniente de los fogones de sus vecinas le obligaba a visitarlas y mostrar un manifiesto interés en aprender la elaboración de la conserva, pero nada que le decían la receta; la familia era muy hermética al respecto; cuidaban su negocio. María lo intentaba por su cuenta pero no lograba su objetivo; la única explicación que recibía de parte de Socorro Porto era “ponle azúcar y dale paleta”; siempre fueron muy respetuosas, pero evasivas; nada de indicaciones, medidas y proporciones. Pero en el fondo Socorro le estaba dando una pista.

Cuando las Porto no pudieron más entra en escena María Arnal; no le agradaba la idea de que se perdiera esta exquisitez de la cocina guatireña como ya había ocurrido con el papeloncito de azúcar, las melcochas, las arepitas dulces y los pandehornos. Sabía todo el proceso de elaboración pero no daba con “el punto”, esos detalles conocidos como elementos organolépticos del producto; es decir sabor y olor característicos, suavidad en la textura interior y firmeza en la exterior y sin el fuerte amargor de la fruta. Fue Juana Hernández, vecina, esposa de Isidoro Gámez y asidua visitante quien le proporcionó la vital información que necesitaba: una vez lavada la pulpa y extraído el amargo la masa debe pesarse y agregarle la misma proporción de azúcar. ¡Listo! María Arnal pudo dar continuidad a una tradición en peligro de extinción. 

Para finales del siglo XIX la elaboración de la conserva de cidra era una costumbre arraigada en toda la comunidad. La gama dulcera de las familias guatireñas incluía el dulce de lechosa, membrillo, el cabello de ángel, los buñuelos de yuca, torrejas, majaretes y dulce de leche. Otros rubros como el dulce de batata, de martinica, los almidoncitos de yuca, papeloncitos de azúcar, la melcocha y la conserva de cidra requerían cierto grado de especialización, por lo que la oferta era menor, pero nunca faltaron. María González de García, Clemencia García Ortiz, Zoa Díaz, Gervacia García González, Auristela Rondón, Juana Hernández, Dominga Padrón, María de Jesús Tachón, Margarita Rico, la familia Graterol, Clarita Pacheco, Lesbia Escalante; en fin como bien dijera Jesús María Sánchez en ningún hogar guatireño faltaban ollas, calderos y paletas. En ese sentido, este grupo de mujeres lograron salvaguardar y difundir el producto manteniendo siempre la característica de su sabor y textura. Otras personas lo intentaron sin éxito y desistieron; algunos lo siguen haciendo pero apenas logran un producto final a base de cidra pero no propiamente una conserva de cidra.

Fueron entonces las familias Espinoza (Francisca y sus sobrinas), las Porto y las Arnal quienes convirtieron la costumbre en tradición: De no ser por ellas la conserva de cidra hubiese desaparecido en el tiempo. Lideradas por Francisca Espinoza, Rosalía Espinoza de Porto y María Arnal, estas familias han sostenido una tradición que supera los ochenta años a fuerza de arduo trabajo, perseverancia, guatireñidad y amor. Porque la tarea como tal no enriquece a nadie.

Las generaciones posteriores al grupo de mujeres citadas descontinuaron el producto por la laboriosidad que conllevaba. La mejor melcocha guatireña para la venta era la de Belén Blanco, pero ese dulce requiere mucho y hasta riesgoso esfuerzo físico; más fácil es un dulce de lechosa. Al morir Belén, no hubo quien le diera continuidad. La cebada elaborada por Juana Berroterán que vendía Domingo  D´León, su esposo, duró una generación más; su hija Luisa, casada con Francisco Lorenzo Ubierna, siguió la comercialización; pero no hubo más.  Chichilia Berroterán, tía de Miguel Alciro,  virtuosa dulcera, comenzó a vender la cebada junto con un pastel de auyama como nunca los he comido en mi vida. Pero ya no quedan vestigios. Las hijas de Clarita Pacheco están  produciendo almidoncitos de yuca, lo que constituye un valiosísimo esfuerzo.

Los principales proveedores de María Arnal fueron Enrique Lima y Antonio Cruz; pero la materia prima comenzó a escasear. Con el tiempo la producción fue decayendo por asuntos de rentabilidad; en el mundo de los cítricos naranjas, limones y mandarinas quitan tiempo y espacio a la cidra, la martinica y la toronja.

Con respecto a la conserva de cidra también hay relevo; Mayra Montesinos, sobrina de María Arnal, quien ha sido su ayudante de cocina durante tantos años, no solo conoce perfectamente todo el proceso de producción, sino que está dispuesta a enseñar a todos aquellos quienes deseen aprender siempre y cuando se comprometan a respetar las características tradicionales del producto.