Domenico Almonte, el heladero del cine
Aníbal Palacios B.
Pero repentinamente
irrumpió en la escena un personaje de baja estatura, afable carácter y
expresiva sonrisa empujando un carrito de helados muy distintos a los raspados
que vendía Lucio, porque se trataba de barquillas que constituían una novedad
al paladar. Ese personaje era Domenico, el heladero del cine.
Domenico
Almonte Ferrelli nació el 7 de mayo de 1908 en Pettorano Sul Gizio, un pequeño,
hermoso y pintoresco pueblo italiano de origen medieval situado en la Provincia
de L’Aquila en los Abruzzo. Allí conoció y se casó con Anna Iacozza nacida en el mismo pueblo el 22
de mayo de 1910. Para mediados del siglo XX toda Italia sufría las secuelas económicas
de la II Guerra Mundial y Domenico decidió emigrar en el año 1950. Su oficio de
albañil tenía poca demanda en la región mientras que en Venezuela eran
solicitados incluso más que panaderos y agricultores. De tal manera que no se
trataba de una aventura; tenía 42 años y cinco hijos que mantener. De hecho, salió
con trabajo garantizado por una empresa contratista del Ministerio de Obras
Públicas; sus cuñados ya estaban aquí y le facilitaron los trámites. Se instaló
en El Hatillo y en el viejo pueblo dejó a su esposa e hijos.
Ejerció
la albañilería en la carretera Caracas-Caucagua, por lo que ineludiblemente se
tropezó con Guatire; para 1953 ya se consideró lo suficientemente estable y se
trajo a su familia; Anna, su esposa, y sus hijos Domenica, 14 años; Mario 12
años; Giuseppe, 10 años. Elda 9 años, y Giuliana Almonte Iacozza; todos en edad
escolar excepto Giuliana, por lo que era natural que en el abrupto cambio
tuvieran que darse prisa en socializar con los alumnos de los colegios Elías
Calixto Pompa y Santa María Goretti para quienes se trataba de unos musiúes,
apelativo que no les agradaba. En aquellos años a todo catire de ojos azules le decían musiú y a todo
árabe turco, pero el término no era peyorativo.
Se
convirtió en heladero. La empresa Pandock le enseñó el oficio y suministró
equipos y materia prima. La albañilería no era lo más adecuado para un hombre
que superaba los cincuenta años, por más fortaleza que hubiera adquirido en sus
años de soldado en el norte de África durante la guerra. La familia vivía en
las instalaciones del cine de Cipriano Rodríguez en la calle Bermúdez, cerca de
las Cuatro Esquinas y regentaban el local destinado a suministrar las
infaltables golosinas de todo cine y en el que el helado en barquilla era el
producto más popular.
Domenico
salía diariamente a recorrer las calles del pueblo. En una oportunidad se llegó
hasta el final de la calle Concepción y de regreso se le dificultó el ascenso
de la pequeña cuesta que conducía a la Caja de Agua. Le ayudé, y al llegar a lo
alto tomó una barquilla y me la ofreció; fue un momento incómodo; era un niño
de 9 años. Muy a mi pesar, le dije que en casa me enseñaron que los favores no
se cobran; sonrió y me dijo que no se trataba de un pago, sino de gratitud ¡Me
convenció! No tenía edad para disquisiciones existenciales, pero con los años
aprendí que la gratitud es uno de los sentimientos más significativos y valiosos
del ser humano. Siempre recuerdo al señor Domenico por esas palabras cada vez
que sale el tema a colación.
La
familia Almonte era popular entre la muchachada no solo por los helados; Domenico
era compadre de Bernardino Lamarca, un colega albañil que entonces era un ídolo de la Lucha Libre, que enfrentaba a
los sucios del ring como el terrible Dragón chino. Lamarca solía visitar a los
Almonte, y cuando eso ocurría todos querían verlo.
En
el proceso de elaboración de los helados participaba toda la familia y alguna
que otra vez Giuseppe, quien más socializó con sus vecinos y compañeros de
clases, recibió la responsabilidad de venderlos en las calles. Pepino, como le
llamaban, salía con el carrito de helados pero se distraía jugando metras con
los muchachos de la calle 19 de abril y no vendía nada; incluso en uno de esos
descuidos lo dejaron sin helados y al llegar a casa sin dinero lo agarraron a
palo limpio, costumbre también de las familiar venezolanas a la hora de aplicar
castigos. Si Domenico en lugar de pegarle hubiese solicitado a su compadre
Bernardino que acompañase a Pepino en una de sus salidas, el resultado hubiese
sido otro.
La
modernización del pueblo requirió el sacrificio del cine de Cipriano Rodríguez
y con él, de la heladería. La familia se mudó a la calle Sucre pero nada volvió
a ser igual. Domenico había cumplido su propósito de dar una mejor calidad de
vida a sus hijos, pero también supo ganarse un espacio en una comunidad que
sabía de dulces y golosinas, porque “Helados efe” no eran competencia para él,
pero si esas señoras de azafates en la cabeza; de manera que cuando hablemos de
dulcería criolla debemos tener presente estos helados que aunque elaborados por
italianos, eran con materia prima venezolana y sentimiento guatireño. Por lo
demás, todos sabemos que los guatireños nacen donde les da la gana y Domenico
decidió hacerlo en Pettorano Sul Gizio