La chiva de ña
Virginia
Majandra Hernández
Ña
Virginia era una viejecita de talle delgado y faldones anchos. Apreciada
comadrona y rezandera. A ella acudían enfermos y parturientas de la sierra en
busca de alivio para sus males que, con la unción de sus manos, la luz de su
cirio, cataplasmas de yerbas santas y susurros de oraciones, daba la sanación a
penas y dolores.
De
la luz de sus manos nacían todos los niños de la comarca; ella daba sus cuidos
a las mamás entre dolores y pujidos hasta ver alumbrar las caritas de llanto de
aquellos angelitos. Para esas ocasiones ña Virginia recogía su bojotico lleno
de hierbas y unciones. Mientras duraba su ausencia le encargaba sus maticas y
animales a su nieto Julián, que vivía más abajito con su mamá y sus hermanos,
camino al platanal.
Julián
se encargaba de regar las matas, recoger las frutas y darle de comer a todos
los animales: gallinas, pavos, cochinos, perros y gatos; ah, y dos chivas
tremendas que siempre saltaban la cerca. En una ocasión, ya de regreso su
abuela, Julián le preguntó:
-
Abuela,
¿quiénes son esos que siempre veo sentados debajo del jabillo cuando tú no
estás? No me hablan ni se mueven y ni sus caras les veo. ¡A mí me dan mucho
miedo y paso corriendo derecho al corral!
-
¡Mijito,
no le tenga miedo, que ellos están pa’ cuidalo a usted y cuidá lo mío!
Una
tarde fresca y tranquila ña Virginia estaba sentada en su mecedora tomándose un
guarapito contemplando la inmensidad de las montañas, cuando a lo lejos ve a un
hombre que se acercaba corriendo a su casa. Era José, el capataz del cafetal,
que llegó jadeando y ña Virginia le dijo:
-
José,
mijo, cálmese, tome un poco de agua y cuénteme ¿qué le pasa?
El
se calma y le dice:
-
Ña
Virginia, Sara, mi mujer, anda con dolores de parto, y yo la veo muy mal.
Ña
Virginia soltó el posillo y entró a buscar sus macundales, dio un grito
llamando a Julián que llegó con la rapidez de un ratón.
-
¿Qué
pasa abuela?
-
Mijo,
me voy con José, Sara está pariendo. Ya sabe, cuide la casa, las matas y los
animales.
Terminó
de recoger y se fueron antes de que la noche los agarrara en el camino.
A
la mañana siguiente Julián se quedó dormido, y de un salto voló de la cama y
gritó:
-
¡Mamá
ya es tarde, los animales de la abuela deben de estar alborotados del hambre!
-
Pero
Julián, ven acá -dijo ella- siéntate y cómete una arepa y el guarapo.
Ña Virginia en la sierra de Zamurito |
Él,
casi que atarugado, salió corriendo, llegó jadeando, pasó sigiloso al lado del
jabillo y se fue directo al corral. Las gallinas cacareando, los perros
ladrando y en eso vio que faltaba la chiva grande; la buscó por todo el corral
y no la encontró. Entonces atendió a los otros animales, recogió las frutas y
se fue a su casa. Cuando llegó le dio la noticia a su mamá.
-
¡Mamá,
mire, mamá¡
-
¿Qué
pasó Julián?
-
Sabe,
la chiva grande no está en el corral, la busqué y busqué y nada que la
encontré.
-
Ah
pues Julián- Seguro que saltó la cerca del corral, tenemos que salir a
buscarla, no vaya ser que se meta en el maizal del vecino.
Y
así, buscaron por todo el camino entre el monte y la quebrada; al fin, cerca
del barranco, al lado de la ceiba, la encontraron tirada y tajeada.
Mientras, montaña arriba ña Virginia
atendía a Sara, sobándole la barriga con ungüentos y dándole a beber sus
guarapos de canela y hierba santa. Sara pujaba y ella le alentaba:
-
Falta
poco mija. ¡Puja Sara!
Y
por fin asomó la cabecita y salió la morenita linda con ojitos azabache;
entonces cortó el cordón y embojotó la niña con una cobijita. Ña Virginia al
terminar la faena encendió su cirio, dio gracias al Santísimo, recogió y se
marchó dejando la buena bendición.
Cuando
llegó a su casa Julián fue a contarle lo sucedido; ella lo escuchó y se
santiguó.
-Julián,
vaya y búsqueme la chiva, debemos preparar su carne y dar de comer.
Ña Virginia limpió la carne y le
dijo a su nieto que le llevara a los vecinos y ellos, agradecidos, se
preguntaban quién habría hecho esa maldad con la pobre chiva.
Ña Virginia, entre susurros, dijo:
-
Pronto
llegará y se develará quién hizo el mal.
Julián
tenía la certeza de que su abuela era una sabia iluminada por Dios, y cuando
ella susurraba al cielo sus palabras eran escuchadas. Y así, al siguiente
día se apareció en la puerta de la casa de ña Virginia Elías, doblado del
dolor.
Ella
le preguntó:
-¿Y
qué le pasa Elías?
-¡Ña
Virginia, vengo a pedir perdón por el daño contra su chiva y a que me alivie
este dolor que me está matando!
-Pues
siéntese en el taburete, usted sabe que quien obra mal, mal le va, pero siempre
Dios perdona a quien busca misericordia.
Así pues, ella encendió el cirio y
buscó sus ungüentos y colocándole las manos en la cabeza susurró sus oraciones.
Julián observaba desde el rincón, aprendiendo del arrepentimiento y el perdón;
él desde ese momento sintió en su corazón el llamado de la fe y supo que debía
acompañar a su abuela ña Virginia a hacer el bien.
El tiempo transcurría y su abuela se
hacía cada día más vieja y un día, cuando las fuerzas ya la abandonaban, llamó
a su nieto Julián, le entregó su cirio, sus oraciones y los ungüentos para que
siguiera sus pasos por la montaña llevando el alivio y la sanación a todo aquel
que lo necesitara.
Dicen y cuentan que muchos años
pasaron desde que ña Virginia tomó el sendero
de las nubes, pero que en la sierra se sigue sintiendo su presencia susurrando
oraciones, brisas con olores a hierbas santas y la luz de su cirio recorriendo
los caminos de la montaña.