Guatire y sus locos
Aníbal Palacios B.
Definitivamente
los locos de antes no son como los de ahora; éstos son personajes anónimos,
totalmente ajenos a nuestra comunidad, muchas veces recogidos por las
autoridades de algún municipio y abandonados en otro para quitárselos de
encima, porque les estorban. Los locos de otrora formaban parte de nuestro
entorno, conocíamos a sus familias, que por lo demás no se avergonzaban de su
existencia, convivíamos con ellos en la mayoría de los casos y, por supuesto, vivíamos
atentos a salir corriendo cuando la ocasión lo ameritara.
Tomás
Muñoz era un dilecto loco que gozaba del respeto y admiración de toda la
población, no sólo porque perteneciera a una muy querida familia guatireña sino
porque además llamaba la atención por su inteligencia y erudición. No son pocos
quienes afirman que su insania le vino precisamente de allí, de tanta lectura,
de tantos conocimientos que procesaba su mente. Escritores aldeanos como Guido
Acuña y Rafael Borges lo consideraban un poeta que se expresaba en prosa. Uno
de los signos distintivos de Tomás era golpear los postes, era su manera de
anunciar su presencia; tanto, que cuando su tía Roseliana escuchaba el opaco
sonido, le colocaba la comida en el jardín de la casa y entraba apresuradamente.
Tomás se percataba, pero no le importaba. En una ocasión le comentó a Rosita
Rondón, su prima, que Roseliana estaba más loca que él; ¿a quién se le
ocurriría poner la comida en el jardín y salir corriendo para no verle?
Tomás
era agricultor y tuvo tres hijos; en los años cuarenta comenzó a presentar
síntomas de abstracción y más tarde de facundia, que pronto llamaron la
atención de todos por la coherencia de su discurso. No hablaba solo, le gustaba
tener audiencia; apenas veía un grupo de cuatro o cinco personas, comenzaba su
bien orquestada perorata. El Miércoles Santo era para él una jornada especial
porque se trataba de la mayor congregación de guatireños que pudiese reunirse y
aprovechaba el descanso de los cargadores para soltar una arenga al Nazarero:
“El
mundo fuese distinto si no te hubieses sacrificado. Sacaste a los mercaderes
del templo ¿y qué? Volvieron al irte tú; necesitábamos tu justicia, no tu
sacrificio”
Y por ese estilo; era un discurso breve, unos cinco minutos tal vez, y al terminar se arrodillaba, realizaba una reverencia y se retiraba en medio de aplausos; golpeando postes, como siempre se le recordó. Murió en 1959 y Rafael Borges, el mejor poeta guatireño del siglo XX, lo inmortalizó en un poema lírico titulado Adiós al Loco Tomás.
Al
principio a Otilio se le conocía como el muchacho de los mandados, aunque él se
autocalificaba como encargado de
encomiendas. El pueblo le agregó a su nombre el impropio remoquete de Pila e’mierda, que además de injurioso era
absolutamente injusto; no se correspondía con su perfil de hombre sencillo, mal
vestido pero no maloliente. Eso sí, embustero como ninguno. Si a algún
parroquiano se le hubiese ocurrido recopilar y documentar sus relatos, con toda
seguridad se hubiese hecho acreedor de un record Guinness como el hombre más embustero
del mundo. Asentó su popularidad entre
los años cincuenta y sesenta y su mendacidad era compulsiva. Otilio se
desaparecía del pueblo un par de meses y regresaba subrepticiamente al Bar Tropical de Miguel Lorenzo García
donde era bien recibido y agasajado por un grupo de contertulios que se
peleaban el honor de brindarle un trago de aguardiente para estimular su
inventiva:
–Así,
con ese desparpajo-
En
una ocasión se excusó con el Generalísimo Franco porque debía atender una
invitación del papa Juan XXIII, ¿y cómo decirle que no al Santísimo Padre?
“Caminaba
por Hyde Park cuando observe al Príncipe Felipe, duque de Edimburgo, dirigirse
hacia mi. La reina Isabel II me requería en el palacio de Buckingham,
necesitaba mi valoración de una obra de arte para la Royal Collection; al
terminarla, ofreció una cena en mi honor en el Throne room”.
Delfín
Armas era el nombre de este polifacético personaje. Sufría de epilepsia y era
cordial cuando lo deseaba, agresivo si se burlaban de él y pendenciero en
momentos en los cuales se sentía aburrido. Al grito de ¡Coquito! podía reaccionar de dos maneras: lanzaba piedras con
certera puntería o corría detrás de quienes lo molestaban. Los muchachos
preferían las piedras porque eran más fáciles de eludir; cuando Coquito los
perseguía era toda una proeza escapar de él porque era muy rápido.
Con esta frase, o alguna similar, daba a entender que buscaba camorra, sentía deseos de agredir a alguien y, por supuesto, nadie se metía con él. A veces una simple y maliciosa sonrisa servía de alerta. Ignoraba que el lenguaje corporal lo delataba: Se paraba con las piernas abiertas y metía sus pulgares dentro del pantalón a nivel de la cintura; nadie se le acercaba, la insensatez juvenil no llegaba a tanto. Coquito usaba alpargatas de cuero y se deslizaba silenciosamente en la acera como un michaeljackson cualquiera para sorprender a distraídas y potenciales víctimas. Si usted lo veía en una esquina a prudente distancia no debía demostrarle miedo, simplemente con la discreción necesaria alejarse del lugar. Si se descuidaba en fracciones de segundos lo tenía al lado en actitud belicosa.
A
Coquito le gustaba el beisbol y como cualquier guatireño de los años cincuenta,
se acercaba al estadio a ver al temible Gavilanes.
Pero en las caimaneras de los
muchachos su participación era protagónica: el ompaya, como se le decía entonces
al árbitro. Cuando los jovenzuelos jugaban pelota sabanera lo hacían sin
árbitro y, lógicamente, surgían discusiones y hasta peleas por los desacuerdos
que generaban las jugadas cerradas. El terreno de La Matancita (actual Liceo Juan José Abreu), casualmente cerca del
hogar de nuestro personaje, era el lugar más frecuentado por los peloteros.
Allí llegaba Coquito en son de paz para ejercer de árbitro, y aunque usted no
lo crea, su presencia gozaba del beneplácito de los contendientes por una
sencilla razón: nadie se atrevía a cuestionar una apreciación suya, porque las
consecuencias de tal audacia eran previsibles; de manera que el juego fluía con
rapidez y normalidad… a menos que le diera un ataque de epilepsia, en cuyo caso
todos corrían despavoridos porque al recuperarse su agresividad se potenciaba.
Solo un mozuelo, Tomás Oses, se compadecía de él y corría a auxiliarlo para que
no cayera con brusquedad y lo acompañaba hasta ver los primeros síntomas de
serenidad, tras lo cual arrancaba a correr; la gratitud no era una de las virtudes
de Coquito, y estar a su lado siempre era un peligro.
Esta
es una pequeña muestra del portafolio local de personajes que poco a poco
fueron desapareciendo de nuestras calles por razones pueden ser varias; desde
los tratamientos médicos que los controlaban, a la vergüenza familiar que los
ocultaba; pero si, los locos de ahora no son como los de antes.