domingo, 3 de julio de 2022

 

Guatire y sus locos

                                                                   Aníbal Palacios B.

 Por supuesto, cada pueblo venezolano tuvo sus locos, pero dudo que hayan sido como los de por aquí. Intelectuales, eruditos, embusteros, aguajeros, pendencieros, agresivos, amables, religiosos y claro está, el simplemente loco e’bolas. Una variedad de personajes significativos en la historia aldeana que, en nuestro particular caso, fueron simultáneamente para varias generaciones porque, en algunos casos, de niños le temíamos, de adolescentes les molestábamos y de adultos buscábamos su conversación. ¡Una locura!

Definitivamente los locos de antes no son como los de ahora; éstos son personajes anónimos, totalmente ajenos a nuestra comunidad, muchas veces recogidos por las autoridades de algún municipio y abandonados en otro para quitárselos de encima, porque les estorban. Los locos de otrora formaban parte de nuestro entorno, conocíamos a sus familias, que por lo demás no se avergonzaban de su existencia, convivíamos con ellos en la mayoría de los casos y, por supuesto, vivíamos atentos a salir corriendo cuando la ocasión lo ameritara.

 El Loco Tomás

Tomás Muñoz era un dilecto loco que gozaba del respeto y admiración de toda la población, no sólo porque perteneciera a una muy querida familia guatireña sino porque además llamaba la atención por su inteligencia y erudición. No son pocos quienes afirman que su insania le vino precisamente de allí, de tanta lectura, de tantos conocimientos que procesaba su mente. Escritores aldeanos como Guido Acuña y Rafael Borges lo consideraban un poeta que se expresaba en prosa. Uno de los signos distintivos de Tomás era golpear los postes, era su manera de anunciar su presencia; tanto, que cuando su tía Roseliana escuchaba el opaco sonido, le colocaba la comida en el jardín de la casa y entraba apresuradamente. Tomás se percataba, pero no le importaba. En una ocasión le comentó a Rosita Rondón, su prima, que Roseliana estaba más loca que él; ¿a quién se le ocurriría poner la comida en el jardín y salir corriendo para no verle?

Tomás era agricultor y tuvo tres hijos; en los años cuarenta comenzó a presentar síntomas de abstracción y más tarde de facundia, que pronto llamaron la atención de todos por la coherencia de su discurso. No hablaba solo, le gustaba tener audiencia; apenas veía un grupo de cuatro o cinco personas, comenzaba su bien orquestada perorata. El Miércoles Santo era para él una jornada especial porque se trataba de la mayor congregación de guatireños que pudiese reunirse y aprovechaba el descanso de los cargadores para soltar una arenga al Nazarero:

“El mundo fuese distinto si no te hubieses sacrificado. Sacaste a los mercaderes del templo ¿y qué? Volvieron al irte tú; necesitábamos tu justicia, no tu sacrificio”

             Y por ese estilo; era un discurso breve, unos cinco minutos tal vez, y al terminar se arrodillaba, realizaba una reverencia y se retiraba en medio de aplausos; golpeando postes, como siempre se le recordó. Murió en 1959 y Rafael Borges, el mejor poeta guatireño del siglo XX, lo inmortalizó en un poema lírico titulado Adiós al Loco Tomás.

 Otilio

Al principio a Otilio se le conocía como el muchacho de los mandados, aunque él se autocalificaba como encargado de encomiendas. El pueblo le agregó a su nombre el impropio remoquete de Pila e’mierda, que además de injurioso era absolutamente injusto; no se correspondía con su perfil de hombre sencillo, mal vestido pero no maloliente. Eso sí, embustero como ninguno. Si a algún parroquiano se le hubiese ocurrido recopilar y documentar sus relatos, con toda seguridad se hubiese hecho acreedor de un record Guinness como el hombre más embustero del mundo.  Asentó su popularidad entre los años cincuenta y sesenta y su mendacidad era compulsiva. Otilio se desaparecía del pueblo un par de meses y regresaba subrepticiamente al Bar Tropical de Miguel Lorenzo García donde era bien recibido y agasajado por un grupo de contertulios que se peleaban el honor de brindarle un trago de aguardiente para estimular su inventiva:

 “Estuve en Manhattan, y mientras paseaba por Central Park se me acercó un emisario del mismísimo Dwight Eisenhower con una invitación a cenar en la Casa Blanca, quería conocer mi opinión sobre las elecciones presidenciales y le dije: Ike, lamento que Rockefeller haya retirado su candidatura en las primarias, Nixon no le ganará a Kennedy

 

–Así, con ese desparpajo-

En una ocasión se excusó con el Generalísimo Franco porque debía atender una invitación del papa Juan XXIII, ¿y cómo decirle que no al Santísimo Padre?

“Caminaba por Hyde Park cuando observe al Príncipe Felipe, duque de Edimburgo, dirigirse hacia mi. La reina Isabel II me requería en el palacio de Buckingham, necesitaba mi valoración de una obra de arte para la Royal Collection; al terminarla, ofreció una cena en mi honor en el Throne room”.

             Al final de la jornada, Otilio había deleitado a sus anfitriones del Bar, luego se marchaba en busca de cualquier abandonado techo para pasar la noche y al día siguiente volvía a sus recados. ¿De dónde sacaba Otilio la minuciosidad de sus historias? Algunos opinan que recogía ejemplares de Ultimas Noticias y El Nacional de los basureros del pueblo; otros, que se acercaba a la Plaza Bolívar de Caracas a escuchar a viejos embusteros como él. Lo cierto es que a cada escapada traía nuevas, sazonadas y bien documentadas historias para satisfacción de todos.

 Coquito

Delfín Armas era el nombre de este polifacético personaje. Sufría de epilepsia y era cordial cuando lo deseaba, agresivo si se burlaban de él y pendenciero en momentos en los cuales se sentía aburrido. Al grito de ¡Coquito! podía reaccionar de dos maneras: lanzaba piedras con certera puntería o corría detrás de quienes lo molestaban. Los muchachos preferían las piedras porque eran más fáciles de eludir; cuando Coquito los perseguía era toda una proeza escapar de él porque era muy rápido.

 “Me choca ese candidato”

Con esta frase, o alguna similar, daba a entender que buscaba camorra, sentía deseos de agredir a alguien y, por supuesto, nadie se metía con él. A veces una simple y maliciosa sonrisa servía de alerta. Ignoraba que el lenguaje corporal lo delataba: Se paraba con las piernas abiertas y metía sus pulgares dentro del pantalón a nivel de la cintura; nadie se le acercaba, la insensatez juvenil no llegaba a tanto. Coquito usaba alpargatas de cuero y se deslizaba silenciosamente en la acera como un michaeljackson cualquiera para sorprender a distraídas y potenciales víctimas. Si usted lo veía en una esquina a prudente distancia no debía demostrarle miedo, simplemente con la discreción necesaria alejarse del lugar. Si se descuidaba en fracciones de segundos lo tenía al lado en actitud belicosa.

A Coquito le gustaba el beisbol y como cualquier guatireño de los años cincuenta, se acercaba al estadio a ver al temible Gavilanes. Pero en las caimaneras de los muchachos su participación era protagónica: el ompaya, como se le decía entonces al árbitro. Cuando los jovenzuelos jugaban pelota sabanera lo hacían sin árbitro y, lógicamente, surgían discusiones y hasta peleas por los desacuerdos que generaban las jugadas cerradas. El terreno de La Matancita (actual Liceo Juan José Abreu), casualmente cerca del hogar de nuestro personaje, era el lugar más frecuentado por los peloteros. Allí llegaba Coquito en son de paz para ejercer de árbitro, y aunque usted no lo crea, su presencia gozaba del beneplácito de los contendientes por una sencilla razón: nadie se atrevía a cuestionar una apreciación suya, porque las consecuencias de tal audacia eran previsibles; de manera que el juego fluía con rapidez y normalidad… a menos que le diera un ataque de epilepsia, en cuyo caso todos corrían despavoridos porque al recuperarse su agresividad se potenciaba. Solo un mozuelo, Tomás Oses, se compadecía de él y corría a auxiliarlo para que no cayera con brusquedad y lo acompañaba hasta ver los primeros síntomas de serenidad, tras lo cual arrancaba a correr; la gratitud no era una de las virtudes de Coquito, y estar a su lado siempre era un peligro.

Esta es una pequeña muestra del portafolio local de personajes que poco a poco fueron desapareciendo de nuestras calles por razones pueden ser varias; desde los tratamientos médicos que los controlaban, a la vergüenza familiar que los ocultaba; pero si, los locos de ahora no son como los de antes.